Mi Navidad empezaba cuando oía pasar por mi calle a la aceituneras cantar villancicos. Yo vivía en una calle próxima a un campo sembrado de olivos y hacia él iban las mujeres a recoger el fruto.Para tal labor se ponían ropas zarrapastrosas y viejas, lo inservible de las casas. Parecían adefesios, pero para mí era los ángeles cuyos cánticos anunciaban una época deseada en mi vida de infante. Esto pasaba a mediados de diciembre y me acuerdo del frío que pasaban aquellas aceituneras, que para calentarse las manos utilizaban las piedras que se ponían en las lumbres. Los sabañones (hoy desaparecidos) eran habituales en las manos y las orejas.
El frío siempre estaba asegurado en aquellos años en que diciembre era un mes terrible para ir a aceituna. En las viviendas no había calefacciones y el único método que se conocía para calentar las casas eran la chimenea y el brasero de picón. Mi padre, en plan cachondo, solía decir que nuestra casa era tan fría que cuando mi madre abría la puerta se enfriaba la calle. La lumbre era un bien muy apreciado y en torno a ella había profesiones o personas que se dedicaban a mantener la actividad: leñeros, arrieros, deshollinadores, piconeros… Si la chimenea no tiraba había que llamar al deshollinador para que la limpiara.
El que se encargaba de las cocinas y las estufas de leña era el fumista y el que iba al campo a quemar leña para hacer picón era el piconero. Al igual que hoy se le encarga al carnicero la pierna de cordero para la cena de Navidad o al pescadero el mejor besugo, antes se le encargaba al leñero que llevara un buen ‘nochebueno’, que era un tronco de olivo o encina que servía de cabecero de una lumbre. Se le llamaba así porque podía durar toda la Nochebuena. La calidad del tronco era medida según las horas que tardaba en consumirse y las calorías que podía desprender.
El poder de convocatoria de las chimeneas era inmenso, tal vez similar al que tiene hoy la televisión, con la salvedad de que aquel elemento de la casa era más sano al permitir la conversación y las miradas directas a los ojos. En torno a la chimenea se contaban historias y se recordaba el pasado: se hablaba en una palabra. Viene a cuento este recuerdo del frío de mi infancia al constatar lo que está pasando este mes de diciembre en el que hasta los termómetros están desorientados.
El otro día en mi pueblo me encontré con un veterano aceitunero y estuvimos hablando de la cosecha. Era un vareador. Me dijo que este año estaba bien la cosa, pero que en el campo estaban pasando calor. -Quillo,,, ¡estamos cogiendo la aceituna en manga corta! -me dijo. Su comentario me dejó helado. No sé a ustedes pero el que no haga frío en diciembre a mí me tiene mosqueado.
ANDRÉS CÁRDENAS
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