La Taberna del Cojo cumple 75 años y cierra la Librería Lozano
Artículo de Andrés Cárdenas.Fue en 1939 cuando Eufrasio Saavedra, harto de pasar fatigas como zapatero remendón (la guerra recién acabada había ocasionado la escasez de productos para este menester) decidió comprar la taberna a la Tía Antoñica, en una esquina de la Plaza del Reloj. Como Eufrasio era tullido de una pierna y siempre andaba con garrota, enseguida el pueblo la llamó la Taberna del Cojo. Eran 13 metros cuadrados que supuso para muchos de mi generación ese encanto de los bares donde el personal estaba muy mezclado (estudiantes, albañiles, funcionarios, empleados de banca…) y uno podía dársela con una clientela diferente y a la vez la misma. Otras tabernas de entonces tenían el encanto de los tribal, pero esta tenía el de la candidez y del hacerte sentirte más cercano, sobre todo porque nos apelotonábamos en torno a una barra de madera de poco más de dos metros. Tal vez ahora, que tengo sesenta tacos, no convenga añadir demasiadas muecas al revolver de lo melancólico, pero mientras existió aquel bar, muchos adolescentes decidimos hacerlo nuestro.
En Bailén por entonces (estoy hablando del final de la década de los sesenta y principios de los setenta), alguien había acuñado un lema que repetíamos de vez en cuando: ‘Bailén, pueblo de gran fantasía, con cincuenta bares y una sola librería’. La librería era de la de Lozano, la cual, dicho sea de paso, acaba de cerrar. En la Papelería-Librería Lozano me compré mi primer libro. Recuerdo que fue El Conde de Montecristo y que me hizo pasar uno de los veranos más emocionantes de mi vida.
Pero a lo que íbamos, la Taberna del Cojo ha cumplido tres cuartos de siglo. Eufrasio compró después otro local para hacerlo bar en la Calle Vista Alegre. Tenía dos bares y dos hijos, por lo que Antonio, el mayor se ocuparía del bar Vista Alegre y Salvador de la primitiva taberna de la plaza del Reloj. Si Proust necesitaba una magdalena para volver a los sabores de la infancia, durante mucho tiempo yo necesité (siempre que recalaba en Bailén) las berenjenas, los caracoles y las papas amarillas que hacía Juana, la mujer de Eufrasio, cuyas tapas, con la receta original, aún piden muchos clientes en el remozado bar que ahora regentan los hijos de Antonio.
Éramos jóvenes y eran muchas las noches que recalábamos en el bar del Cojo, que regentaba Salvador, el gran Salva, esa persona que ha pasado gran parte de su vida detrás de una barra y que ha acumulado la sabiduría que los viejos taberneros. Con su particular retranca, a todos los que le preguntaban dónde estaba el servicio, les decía que en el patio. Muchos de ustedes, queridos lectores, recordarán el minúsculo mingitorio que había en una esquina del local, por eso Salva, con ese sentido del humor del que hace gala, decía que para mear estaba la calle. Cuenta una legendaria anécdota de aquel forastero que preguntó por el servicio y al decirle Salva que estaba en el patio, se salió por una de las dos puertas que tenía el minúsculo local y, como todo estaba oscuro, se meó en plena calle, en la explanada que hay en uno de los laterales de la plaza. “Maestro… ¿cómo es posible que tenga usted un bar tan chico y un patio tan grande?”, le preguntó el forastero a Salva.
Es sabio el vino y un sabio peta, hace cientos de años, Omar Kheyyam, se apoyó en su sabiduría: “En vano traté de sondear el fondo de las cosas, pues no encontré otro fondo que el de mi misma copa”. Eso es precisamente lo que hacíamos aquellos jóvenes que íbamos a la taberna del Cojo, encontrar el fondo de nuestra alma en aquellos chatos de vino que nos servía Salva. Yo, como mi colega columnista Manuel Alcántara, adicto a tabernas y amigos, aprendiz de Kheyyyam y benefactor de mostradores, no tengo más que gratitud para la Taberna del Cojo. A la vez me desazona pensar que no podré entrar más en la librería donde compré mi primer libro.
Andrés, me siento reflejado en tu artículo junto con mis amigos, buenísimo…